Siempre pensé que mi madre era medio maga: abría un sobre plateado del que salía un polvo rosa llamado “colágeno”. Echaba un poco de agua y se producía otra masa viscosa que, como si fuese la cobertura de una tarta, mi madre extendía con maestría ayudada por una espátula y, además, sin derramar ni una sola gota. Veinte minutos más tarde, aquello cogía cuerpo y con gran destreza, de nuevo, la despegaba de la piel. Mientras yo la esperaba ansiosa en la cocina y le rogaba que me dejase probar la “máscara”. Mi madre tenía más trucos que Juan Tamariz en sus mejores tiempos, porque había veces que se sacaba de la manga de la bata un rayo láser. Tenía un aparato de alta frecuencia con varios cabezales de cristal: uno con forma de seta y otro, un rodilllo, que ella pasaba con brío sobre la piel. Aquello me alucinaba, ¿quién quería una espada de Darth Vader cuando tenía a una madre que manejaba un rayo láser? También era fascinante su pistola, con la que pulverizaba una bruma de tónico de agua de rosas. Mi madre tenía más recursos que MacGyver y Lara Croft juntos, aunque en aquella época hubiese preferido que en lugar de esteticista hubiese sido profesora, como la madre de Rodrigo Sopeña, para que me ayudase con los deberes. Recuerdo, también, que aprendí a leer allí mismo en uno de los bancos blancos de madera, porque allí todo era blanco, rosa o los dos tonos combinados, como un helado de corte, con un libro que se titulaba Ana va a la escuela y bajo la atenta mirada de un cuadro, que con los años supe que era un facechart que el mismísimo Monsieur Jean d’Estrées, el gurú francés de la belleza, les había regalado a mi madre y a mi tía en un congreso en Madrid en 1979.
En el Instituto de Belleza Aranda aprendí que la belleza viene en muchos tamaños y formas y sentía auténtica fascinación por todas aquellas mujeres que con las carnes desparramadas sobre las camillas reían a carcajadas y disfrutaban, sin remordimiento ni preocupaciones, de un rato solo para ellas. Entre mascarilla y mascarilla, mi madre, mis tías sus clientes paraban para tomarse un café con una pasta (o unas galletas María), para luego seguir con el ritual de belleza. La banda sonora de aquella época era el hilo musical en el que siempre sonaba, sí o sí, Adagio Karajan, acompañado del repiqueteo de los dedos de mi tía Esther y el golpeteo de las cuencas de sus manos sobre los muslos y los culos de todas aquellas maravillosas mujeres. Solo con los años he sido consciente del poso que aquellas tardes dejaron en mí. Y pese a tener claro desde niña que jamás sería esteticista, al final, soy quien soy, fruto de las experiencias vividas. Y mi amor por la belleza nació allí, en Gijón en aquel instituto de belleza de la calle Covadonga 19, 1E.
Siempre tuve claro que quería ser periodista y con 10 años me pedí para Reyes una grabadora dorada con dos altavoces para poder hacer playbacks de Rick Astley y llevarla, además, a las excursiones que hacía el colegio y así grabar entrevistas. Justo, mi profesor favorito de la EGB, me dijo una vez que yo sería espía o periodista. Acertó con lo segundo, aunque siempre pensé que me haría corresponsal de guerra y que contaría historias detrás de una trinchera (¡ayyy, Pérez-Reverte cómo nos gustabas!). Y, sin embargo, al terminar la carrera, como quería darle un empujón al inglés, me fui a vivir a Londres para hacer unas prácticas en una agencia de comunicación y, al más puro estilo Avon llama a tu puerta, terminé en el departamento de belleza y moda. Y el resto es ya historia.